viernes, 3 de mayo de 2013

Tácito.

Muerto, quemado, barrido. Arrancado de mi vida, viscerado y tajeado. Envenenado, dormido.
Y sin embargo… pienso en él todo el tiempo.
Y extraño hablarle. Y pienso en todo eso que no hicimos, en todo lo que no pasó.
Y me tiene idiota, con la paciencia tácita. Con la silenciosa atención. Y me quiebro por dentro, porque un pedacito mío lo llama.
Y ya la idea de él es perfecta… necesito sus defectos. Necesito sus silencios cargados de reproche.
Necesito que me aburra, que me ignore. ¡Necesito que me canse!
O mejor aún, necesito aburrirlo, enojarlo. Que pase algo para detener esta tensión. Esta tortura repetitiva de charlas con vértigo.
Necesito no sentir la culpa que siento, la certeza del error. No estar tan segura de equivocarme tanto.
Será el tiempo quien condene? Quien se encargue de ajusticiar este sin sabor?
Será quien adormezca y anestesie esta empatía e ideas?
Debo ser cobarde y huir? O debo ser valiente y huir?
Mientras se mantenga en mi pensamiento, ni es inofensivo, ni es innocuo.
Porque mi pensamiento lo perfecciona. 
Lo idealiza. 
Lo enaltece.
¿Lo saco de ahí y lo mando a la realidad? ¿Corriendo el riesgo de que me enferme aún más?
Necesito que me aburra. Que se vaya. Que deje de apoderarse de mis horas.
¡Exijo mi libertad!
Y tiemblo.
De temor a que, en verdad, lo haga.

Por Sabrina Cintora Vaschetto