sábado, 27 de julio de 2013

Epílogo

Era el día más caluroso del año. Más de 40 grados. Después de haber charlado horas durante días, finalmente nos conoceríamos. Y que escueto resulta decir eso, porque, la realidad es que ya nos conocíamos. Solo le pondríamos cuerpo a nuestra esencia.
Recuerdo que estaba muy nerviosa, recuerdo que quería sentirme linda.
Hoy es el día más frío del año. Y esa historia terminó.
Y aquí me tienen. Plantada en silencio con el corazón lleno de furias, aprendiendo a tragar el amor que uno siente.


Esperando que el tiempo se apiade de este espíritu y anestesie, lentamente este esperar cansado y agobiante.
Obligándome a mi misma a callar, y a dejar de imaginar su perfume a mi alrededor… ¿O es que no lo imagino? ¿O es que acaso esta ahí?
(¿Cuánto tiempo más, después de todo, iba a durar ese aroma? ¿Cómo no dejar que me invada un poco más?)
Atándome de pies y manos para no escribirle, para no llamarlo.
Francamente, se hace complicado.
Quedarse quieto. Sostener la decisión.
Pero aprovecho esa energía contenida para forjar mi imagen, para relucir con todo lo que me enseñó, lo que aprendí de… lo que pasó.


“Tenés que cortar el cordón.”

¡Cuánta verdad y cuánta mentira en la misma frase!
Este bendito cordón se hace cada día más delgado. Más dócil, más frágil. No hace falta que lo corte, sé que un día sin darme cuenta ya no va a estar ahí.
Por eso lo perpetúo, para que no me pase de largo.
Para mostrar mis respetos, ante el duelo de ese amor.
¿Elevo una plegaria? ¿Decreto un minuto de silencio?
Mi corazón sólo sabe escribir lágrimas, escribir sonrisas, escribir abrazos, escribir inseguridades, escribir caricias, escribir espacios…
Hace rato lo dejé ir, sólo espío para saber cómo está.
Ni es esperanza, ni es ruego.
Es la honestidad del cariño que persiste, aún cuando el vínculo esté roto.
Porque uno puede rescindir una alianza, pero no existe magia alguna que opaque un sentimiento que nació inexplicable, caprichoso e invasivo.
Quizás, porque en el encuentro conmigo, no temo preguntar.
Quizás por la misma inconsciencia que me marca (porque es más fácil decirme inconsciente que valiente, mi orgullo jamás me permitió admitir el miedo.)
O quizás, por mi atolondrada manera de actuar.
Pero en conclusión, lamento y me avergüenza no haber podido cumplir mis promesas. No haber sostenido mi fé.


Es un derroche al fin y al cabo, pero es un derroche que agradeceré toda mi vida.

Por Sabrina Cintora Vaschetto