Muerto,
quemado, barrido. Arrancado de mi vida, viscerado y tajeado. Envenenado,
dormido.
Y sin
embargo… pienso en él todo el tiempo.
Y extraño
hablarle. Y pienso en todo eso que no hicimos, en todo lo que no pasó.
Y me tiene idiota, con la paciencia tácita. Con la silenciosa atención. Y me quiebro por
dentro, porque un pedacito mío lo llama.
Y ya la
idea de él es perfecta… necesito sus defectos. Necesito sus silencios cargados
de reproche.
Necesito
que me aburra, que me ignore. ¡Necesito que me canse!
O mejor
aún, necesito aburrirlo, enojarlo. Que pase algo para detener esta tensión.
Esta tortura repetitiva de charlas con vértigo.
Necesito no
sentir la culpa que siento, la certeza del error. No estar tan segura de
equivocarme tanto.
Será el
tiempo quien condene? Quien se encargue de ajusticiar este sin sabor?
Será quien
adormezca y anestesie esta empatía e ideas?
Debo ser
cobarde y huir? O debo ser valiente y huir?
Mientras se mantenga en mi pensamiento, ni es inofensivo, ni es innocuo.
Porque mi
pensamiento lo perfecciona.
Lo idealiza.
Lo enaltece.
Lo idealiza.
Lo enaltece.
¿Lo saco de
ahí y lo mando a la realidad? ¿Corriendo el riesgo de que me enferme aún más?
Necesito
que me aburra. Que se vaya. Que deje de apoderarse de mis horas.
¡Exijo mi
libertad!
Y tiemblo.
De temor a
que, en verdad, lo haga.
Por Sabrina Cintora Vaschetto
Por Sabrina Cintora Vaschetto