Era el día
más caluroso del año. Más de 40 grados. Después de haber charlado horas durante
días, finalmente nos conoceríamos. Y que escueto resulta decir eso, porque, la
realidad es que ya nos conocíamos. Solo le pondríamos cuerpo a nuestra esencia.
Recuerdo
que estaba muy nerviosa, recuerdo que quería sentirme linda.
Hoy es el
día más frío del año. Y esa historia terminó.
Y aquí me
tienen. Plantada en silencio con el corazón lleno de furias, aprendiendo a
tragar el amor que uno siente.
…
Esperando
que el tiempo se apiade de este espíritu y anestesie, lentamente este esperar
cansado y agobiante.
Obligándome
a mi misma a callar, y a dejar de imaginar su perfume a mi alrededor… ¿O es que
no lo imagino? ¿O es que acaso esta ahí?
(¿Cuánto
tiempo más, después de todo, iba a durar ese aroma? ¿Cómo no dejar que me
invada un poco más?)
Atándome de
pies y manos para no escribirle, para no llamarlo.
Francamente,
se hace complicado.
Quedarse
quieto. Sostener la decisión.
Pero
aprovecho esa energía contenida para forjar mi imagen, para relucir con todo lo
que me enseñó, lo que aprendí de… lo que pasó.
…
“Tenés que
cortar el cordón.”
¡Cuánta
verdad y cuánta mentira en la misma frase!
Este
bendito cordón se hace cada día más delgado. Más dócil, más frágil. No hace falta
que lo corte, sé que un día sin darme cuenta ya no va a estar ahí.
Por eso lo
perpetúo, para que no me pase de largo.
Para
mostrar mis respetos, ante el duelo de ese amor.
¿Elevo una
plegaria? ¿Decreto un minuto de silencio?
Mi corazón
sólo sabe escribir lágrimas, escribir sonrisas, escribir abrazos, escribir
inseguridades, escribir caricias, escribir espacios…
Hace rato
lo dejé ir, sólo espío para saber cómo está.
Ni es
esperanza, ni es ruego.
Es la
honestidad del cariño que persiste, aún cuando el vínculo esté roto.
Porque uno
puede rescindir una alianza, pero no existe magia alguna que opaque un
sentimiento que nació inexplicable, caprichoso e invasivo.
Quizás,
porque en el encuentro conmigo, no temo preguntar.
Quizás por
la misma inconsciencia que me marca (porque es más fácil decirme inconsciente que
valiente, mi orgullo jamás me permitió admitir el miedo.)
O quizás,
por mi atolondrada manera de actuar.
Pero en
conclusión, lamento y me avergüenza no haber podido cumplir mis promesas. No
haber sostenido mi fé.
Es un
derroche al fin y al cabo, pero es un derroche que agradeceré toda mi vida.
Por Sabrina Cintora Vaschetto